Por: Osmany Cruz Ferrer

“Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?” (Mateo 6:26).

Vivo junto a mi familia en un pintoresco pueblo Andaluz. Mi casa está en las afueras y colinda con un campo de olivos donde, a cualquier hora del día, oigo de gratis la sinfonía de las aves del lugar. Se posan en el granado que tengo en el patio y desde su follaje me hipnotizan con su algarabía, revolotean en mi terraza y en mi balcón, se asoman por mis ventanas fisgoneando a los extraños seres que vivimos en este nido de piedra. Mi esposa les ha colocado un comedero y un bebedero de agua para que se sirvan al gusto y cada día tenemos comensales multicolores que se deleitan en semillas por las cuales no han trabajado y en un agua fresca que no tienen que bombear desde un profundo pozo.

No soy ornitólogo, pero puedo afirmar por simple observación que las aves que me frecuentan no tienen pinta de estar preocupadas por lo que va a ocurrir al día siguiente. No toman ansiolíticos para el estrés, ni antiácidos debido a la ansiedad. Revolotean con maestría aeronáutica, comen y beben, van de un lado al otro dando saltitos graciosos y cantan sin desafinar una nota sencillamente porque Dios les sostiene, les cuida y vela por ellas. ¿No es asombroso? El Dios dueño de todas las galaxias se preocupa por unos pajarillos cordobeses. Tal es el corazón del Señor.

Jesús usó la figura de los pájaros del campo para ilustrarle a sus discípulos una forma de vida diferente a la que vivían la mayoría de sus conciudadanos. Un estilo de vida caracterizado por la confianza en Dios. La lógica del Maestro era muy sencilla: si Dios alimenta a las aves del cielo, cómo no va a hacerlo con sus hijos. Por una cuestión de estima y prioridades Dios tienen en primer lugar a los que son suyos, así que proveerá para ellos con absoluta seguridad. La diferencia está en que distintamente de las aves, nosotros tenemos un exceso de futuro que nos priva de la serenidad de descansar en el Señor. Nos afanamos por el día siguiente que no existe aún, vivimos en constante preocupación por lo que no podemos controlar y tal conducta nos aprisiona en cárceles de desasosiego y desesperación.

En el Sermón del Monte, de donde hemos extraído este versículo, Jesús insiste en el valor que tenemos para Dios. Es justo ahí donde debe afincarse nuestra confianza. Dios nos ama, somos importantes para él: “¿No valéis vosotros mucho más…?”, dijo el Cristo. Haremos bien si aceptamos que en sus manos nuestra vida está segura, nuestras necesidades están cubiertas y nuestro futuro está asegurado. Si el cuida del gorrión, de la paloma y la codorniz lo hará mucho más con nosotros.

No escribo desde la seguridad de una engordada cuenta bancaria, o desde la confianza de un trabajo fijo y copiosamente remunerado. No creas que por vivir en Europa tengo mis gastos cubiertos, sino quizás más cuentas que pagar en esta región del mundo donde todo tiene precio. Como marido y padre de cuatro hijos enfrento desafíos en los que Dios debe intervenir, o  de otra manera me perdería en el agobio del afán. Soy misionero, vivo por fe, Dios provee de muchas maneras y lo ha hecho así desde hace más de dos décadas. Con demasiada frecuencia las necesidades de una familia grande como la mía, superan mi pericia para hacer resolutos presupuestos. Hay zapatos que comprar, ropa que proveer para niños que al mes siguiente han cambiado de estatura. Debo vigilar por  calentar mi hogar en invierno e intentar tener una temperatura soportable en verano.  Debo asegurarme que en cada jornada haya comida en la mesa para los míos y a la par nunca olvidarme de la hospitalidad y de compartir con otros aquello que de Dios recibo. Los economistas no dan buenos augurios y los políticos parecen tomarse las cosas con calma echándose la culpa unos a o otros de su desaciertos administrativos.

Mientras todo eso y más, mucho más ocurre a mi alrededor e intenta dominarme yo encuentro fe mirando a esas aves desenfadadas en mi terraza. Allí están serenas aunque la bolsa de valores de Londres se haya desplomado, o la de Nueva York, o la de Tokio. Dios les cuida, les alimenta, les protege desde su infinita bondad. Si lo hace con ellas, lo hará conmigo y con todos aquellos que le aman. Debo de mirar menos hacia fuera, o hacia mí mismo y mirarlo a él porque: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32).